jueves, 25 de septiembre de 2008

Las reglas del juego

Es espantosamente real. Una de las pocas, quizá la única, certeza irrebatible que tenemos las personas en este mundo. Y asusta darse cuenta de lo frágil que somos cuando, en un momento, en un instante, en un segundo, pasas de estar a no estar. Tan fácil como eso. Y ya está.

Uno está vivo hasta que deja de estarlo. Parece una obviedad, pero de un tiempo a esta parte parece que el ser humano ha ido olvidando esta máxima que la vida, de golpe y en el momento menos esperado, se encarga de recordarnos, invariablemente. Con una brutalidad que espanta. No es el destino, ni la fortuna, ni la providencia. Es la vida, sencillamente. Las reglas tácitas de esta partida de ajedrez que jugamos los hombres. Están y estuvieron siempre ahí pero las hemos olvidado. Y cuando nos toca, descubrimos de pronto que fuimos ingenuos y estúpidos al creernos inmortales y pensar que esas reglas ya estaban desfasadas.

El hombre moderno ha alcanzado tal grado de progreso y desarrollo científico y técnico que nos hemos refugiado tras nuestros maravillosos inventos tecnológicos creando una burbuja artificial que el día menos indicado nos explota en las manos y nos deja, literalmente, con el culo al aire y una cara de gilipollas antológica.

Hemos explorado hasta el infinito los límites de nuestro cuerpo y de nuestra mente. Hemos superado los topes de un físico limitado con un intelecto privilegiado. Hemos sometido a la naturaleza a nuestro control y dominio. Hemos domesticado a animales. Hemos poseído los mares. Hemos construido naves capaces de surcar los cielos. Hemos creado ciudades gigantescas. Hemos modificado la tierra y su orografía a nuestro antojo. Hemos inventado bombas capaces de destruir nuestro mundo. Hemos llegado a la Luna y conquistado el espacio. Por eso, y por muchas cosas más, nos hemos distanciado demasiado de nuestro instinto primitivo, de la madre naturaleza, de las cosas que nuestro originario carácter animal nos hicieron sobrevivir en un primigenio mundo hostil rodeados de fieras terroríficas. Somos invencibles, intocables. O eso creíamos. Y de vez en cuando, la vida nos devuelve a la cruda realidad. Y nos recuerda que la Muerte está ahí, siempre. Acechando.

Caminamos sobre un alambre tan fino que nos hemos olvidado de que existe. Pero existe. Cuando vemos las desgracias naturales que asolan países lejanos en forma de tornados, tsunamis, huracanes o terremotos, creemos que jamás nos tocará la china del destino. Cuando vemos en televisión imágenes de accidentes de tráfico, tragedias aéreas, naufragios, pensamos que es imposible que eso nos pase a nosotros, que vivimos rodeados de confortables comodidaes, lujos electrónicos, coches modernos, casas sólidas y en ciudades colosales. Y claro, esa burbuja de autoengaño en la que nos hemos recluido tiene sus parches, por donde se cuela la vida, por donde se cuelan sus reglas. Estamos aquí ahora, pero podemos dejar de estar en cualquier momento.

Una decisión equivocada; elegir el camino incorrecto; entretenerse un segundo en arrancar el coche; perder un avión; cruzar antes de tiempo una calle; viajar en el tren equivocado...¿quién puede saber cuál es la línea que separa la vida de la muerte? ¿quién puede adivinar cuándo y dónde está su carta marcada por las Parcas?

Es terrible, pero es lo que hay, simplemente. Somos muy frágiles, nuestra vida no vale nada. Nacen y mueren millones de seres, de organismos, de ideas, de historias, de vidas, cada segundo en este mundo. Es así. No ocurre nada extraordinario en el Universo cuando una vida se apaga. No hay ningún ente superior que guarde y vele por nosotros. Estamos aquí, porque somos seres animados, llenos de una vida, de un hálito, que un día, a una hora, se apaga. ¿Estaba escrito así? No lo sé, pero no lo creo. Simplemente, ocurre, son las leyes de este juego. Y cuando el ser humano es consciente de su insignificancia, de su fragilidad, de su soledad en este tablero vital, es cuando aprende. Aprende a disfrutar cada segundo y a saborear cada momento, porque, ¿quién sabe? quizá sea el último. Y aprende a palpar su condición de mortal y de hormiga cósmica. Así se tantea mucho mejor cada paso que se da en el camino de la vida, sin duda. Sabiendo que hay un peldaño inestable que se puede pisa en el momento menos indicado.

El hombre antiguo era más consciente de estas certezas. El hombre antiguo no disfrutaba de la mitad de los avances e inventos de la tecnología moderna. Tenía que luchar contra el tiempo y sus inclemencias para sacar adelante las cosechas que asegurarían, o no, la supervivencia de los suyos y de su comunidad. Tenía que pelearle a la mar cada legua, a los vientos cada singladura, a las olas cada viraje, sabiendo que un golpe de mar mal dado lo llevaba a pique. Tenía que vivir sabiendo que era un mero juguete de la ley natural, que Dios no está en los cielos sino en los elementos, y tenía que convivir con la tyche, esa especie de suerte fatal que todo hombre tiene esperando al final de su camino y que es en ése preciso instante cuando le es revelada. El hombre antiguo, en definitiva, tenía plena conciencia de su insignificancia, de su fragilidad y de su papel en el juego. Y cuando venían mal dadas y la vida les traicionaba por la espalda, sin esperarlo, encajaban el golpe como hombres de verdad. Sin aspavientos, sin histerias, sin lamentos inútiles. ¿Para qué, si sabían que esto era lo que había? Nosotros, al llegar a un punto tal de evolución y progreso, hemos perdido la perspectiva y nos creemos dioses. Y así nos va. Luego pasa lo que pasa. Cuando sale nuestro número en la lotería del destino, no podemos creerlo. Nos llevamos las manos a la cabeza, incrédulos. ¿Por qué a mí? Es lógico, hemos crecido en la creencia de que viviremos siempre jóvenes, siempre fuertes, siempre triunfantes y siempre inmortales.

Por eso, cada vez que la noticia de una muerte cercana me impacta, recapacito y reflexiono. Yo mismo, muchas veces, debido a mi juventud y debido a mi condición de hombre del siglo XXI, desprecio el riesgo, olvido cómo son las cosas y cuáles son las leyes. Por las prisas, por la inconsciencia, por pereza...cuando presencio o llega a mis oídos un accidente de tráfico, por ejemplo, la certeza de la vida se me hace más cruda delante de mis ojos, y el cuerpo se me destempla. ¿Quién le podía decir a aquel hombre que saludaba alegremente a su familia al salir de su casa un momento por un mandado en la moto que cinco minutos después estaría muerto? El abismo está siempre a nuestro lado. Caminamos junto a él. Por eso admiro a la gente que muere de vieja. Son héroes. La vida nos pone multitud de obstáculos cada día, a cada momento, en cada esquina. Y ellos han sido capaces de superarla, de una u otra forma. Y me parece intuir en sus miradas brillantes y reposadas de ese conocimiento, esa sabiduría, esa certeza que, aunque ellos ignoren que la tienen y no sepan ponerle nombre, son portadores. La certeza de que hay que vivir aceptando las normas que la vida nos impone, por que no hay otra.

Me gustaría adquirir esa sabiduría. Sé que es muy complicado, porque mi mentalidad es, por mucho que yo no quiera, la del hombre moderno. Estoy haciendo grandes esfuerzos por acceder a esa certeza, a la asimilación de esa verdad, y creo que lo lograré. Espero que cuando me toque, si me toca, esté preparado. Mientras, disfrutemos. ¿qué mejor excusa para ponerse el mejor traje y descorchar el mejor vino que la vida que todavía estamos respirando?

martes, 9 de septiembre de 2008

La amenaza invisible

Estaba yo el otro día cargándome unos cubatas en la playa, frente a las casetas de la velada de mi pueblo, con la adorable brisa del mar convirtiéndose en jodida rasca pre-otoñal, cuando, mientras miraba a las estrellas, reflexionaba acerca de hechos curiosos e indicativos que sucedían a mi alrededor.

Yo, que no soy un amante apasionado de las ferias y jolgorios locales de este tipo pero que acudo a la de mi pueblo por obligación natural, supongo que en todas las festividades de esta clase que en España son, ocurrirá lo mismo: decenas de rumanos invadían el recinto ferial, pululando de aquí para allá, ofreciendo sin descanso tabaco, gafas de colores fluorescentes y de luces parpadeantes, flores de plástico y otras variadas baratijas. Decir que ofrecían sin descanso es ser quizá demasiado benévolo. En la mayoría de los caso, estos gitanos del este que hablan un dialecto del latín eslavizado, se interponían entre los corrillos de gente, casi exigiendo que les compraran sus mierdas, de un lado a otro, una y otra vez, a veces con unos modos totalmente acordes a sus bárbaras procedencias. Inaudito.

Yo, que soy una persona bastante desocupada y que posiblemente encuentre en ese hecho la causa de mi capacidad de abstracción fuera de la media, en seguida abstraí del hecho en sí (ridículo y cañí a más no poder, rumanos malolientes y maleducados vendiendo tabaco y gafitas de colorines a pueblerinos borrachos que los utilizan como motivos de mofa, vaya cuadro) unas cuantas de reflexiones que a continuación expongo aquí en el vacío de la blogosfera interespacial.

Pienso que ellos son la amenaza invisible que se cierne sobre España y, por ende, sobre Occidente. Ellos, sí. Los bárbaros del siglo XXI que acechan tras las fronteras del imperio civilizado, ansiosos de gozar el elevado nivel de vida de los occidentales, ávidos de la privilegiada condición social y económica que nos presta el capitalismo y el libre mercado, locos por matarse a trabajar para ganar mil euros al mes con los que comprarse la Play 3 y un BMW y beber hasta reventar todos los fines de semana. Es comprensible, quieren lo que nosotros tenemos, y como nosotros no lo exportamos a sus países, ellos lo vienen a buscar aquí, claro. Con el consiguiente mamoneo.

Son la amenaza invisible porque todos, moros, negros del África profunda, turcos, rumanos, indios, pakistaníes, chinos y sudamericanos vienen aquí a trabajar más que nosotros; a desarrollar las labores más ingratas que los occidentales despreciamos; procrean y tienen más hijos que nosotros, y, sobre todo, ellos aún creen en algo, vienen de sociedades fuertemente tradicionales donde aún perviven las reglas, las costumbres, los mitos, los dioses y las leyes morales. Y no entro a juzgar la bondad o maldad de dichas normas que rigen fuera del mundo civilizado, pero la evidencia es que mientras Occidente se revuelca indolentemente en los placeres fatuos y en la charca de la evolución tecnológica, social, política y económica, aburguesado, acomodado en los vicios, sin creer en nada, sin asumir riesgos ni responsabilidades, rechazando la moral judeocristiana que nos guió durante 2000 años, ahogando el vacío en cocaína, marihuana, consumismo compulsivo y alcohol, ellos, los emigrantes, vienen aquí sabiendo todo eso y sabiendo que algún día esto será suyo, o acabarán como nosotros: acomodados en la placidez de la nada.

Esto es así. Y también lo comprendo. Occidente ha sido el faro de la Humanidad desde que en Grecia se encendió la bombilla del Hombre, y desde entonces, la fuerza telúrica que nos ha mantenido en marcha, la fuerza que nos ha vertebrado y nos ha impulsado a conquistar el mundo y descubrir los límites de la razón y de lo desconocido, han sido las religiones: el politeísmo antiguo, el judaísmo y luego la Iglesia de Pedro. Esto es así. No entro a valorar si para bien o para mal, pero así han sido las cosas y las prohibiciones, el miedo al infierno, los dogmas de fe y la promesa del Reino de los Cielos nos hicieron lo que ahora somos. Y justo ahora que nos hemos despojado de los mitos y de la superstición, justo ahora que Dios ha dejado de ser el centro de la vida del Hombre, justo ahora que la Razón ilumina el camino y somos libres, libres para vivir y autorrealizarnos sin que nos puedan llamar ignorantes o analfabetos, justo ahora que, en definitiva, hemos apagado la luz del faro que nos ha guiado desde las Termópilas hasta Normandía, esto se va a pique. Y ahí están ellos, acechando.

Nuestras tasas de natalidad son paupérrimas. Somos líderes en consumo de drogas y en abuso del alcohol. Las Iglesias están vacías, pero no hay ningún credo o ninguna ideología que tome el testigo y nos haga creer a todos juntos en poder alcanzar alguna meta. Occidente no tiene motor, y la gente se evade, simplemente. El hedonismo sin más nos tienta y caemos en él. Cualquier cosa con tal de no afrontar un reto. Y ellos están ahí. Son los panchitos, los mohamed, los sudacas, los gitanos que venden tonterías en las ferias, los que cuidan a nuestros viejos y limpian nuestra mierda. Se reproducen más, producen más, gastan menos y tienen un objetivo. Y dado el actual estado de las cosas, sólo pueden ocurrir dos ídems: que la segunda o tercera generación de hijos de emigrantes, nacidos y criados en nuestro sistema, se dé a la evasión general que predomina en nuestra sociedad, lo cual parece bastante probable porque esos hijos, sin raíces en sus países de origen, sin tantos vínculos y criados igual que nuestros hijos, derivarán igual. O eso, o que se adueñen definitivamente de todo. Roma se sustentó exclusivamente en las legiones y en los esclavos, sin producir, mientras sus ciudadanos renunciaban a hacer lo que a sus abuelos les hizo grandes, por creerse superiores.

Estamos dejando que sean nuestros siervos. Y los siervos también se revelan. Sobre todo si seguimos tratandolos como tal, y, más aún, si seguimos con políticas buen rollistas, el talante y la alianza de civilizaciones. Políticas de mierda elaboradas por políticos de mierda. Cero autoridad, leyes más flexibles. Menos policías y soldados emigrantes. Je je, es de risa. ¿Alguien cree que un moro a sueldo del Reino de España luchará contra sus primos del Atlas de igual modo que un español que pelea por su supervivencia en una hipotética guerra en el Estrecho? En Italia ya los están largando. No es que estemos en peligro inminente, pero la amenaza es silenciosa y continua. La única manera de abortarla es integrarlos en nuestras sociedades bajo nuestras reglas y bajo nuestras normas, sin excepciones, sin debilidades, sin miramientos. Y establecer un cupo. Y el que no quepa, que se vaya. A otro sitio. O que no salga. Es triste y todo el mundo tiene un corazón. A nadie le agrada que seres humanos mueran ahogados en pateras mientras buscaban una vida mejor y más justa. Pero la vida ni es justa ni es benévola, es la que es, y punto. Y este no es el mundo de yupi. No ofrecemos ningún marco, ninguna autoridad, les dejamos abiertas en canal nuestras debilidades, les damos la llave de nuestra vulnerabilidad, y cuando nos queramos dar cuenta, seremos nosotros los que tengamos que saltar la valla y nuestros hijos los que tengan que reconquistar Occidente. ¿Puede llegar tal extremo? Es muy probable. Vivimos en la adolescencia perpetua, preocupándonos por putas banalidades, frívolos y consentidos.

Y mientras, los rumanos seguirán dando la murga en las ferias de los pueblos españoles, mientras los nativos se ponen hasta el culo de todo lo ponible. Je je, menos mal que siempre nos quedarán los clásicos.

El increíble deseo, de querer perdurar


Desde los albores de la Historia, cuando el hombre nómada empezó a ser consciente de su condición racional y empezó a plasmar sus inquietudes y sensaciones en las paredes de remotas cuevas con barro y arcilla, el ser humano se viene planteando, de forma continua y metafísica, cuestiones que se revuelven inquietas e inciertas en su mente.
Desde tiempo inmemorial, en cualquier época y situación, en todas las civilizaciones y en cada una de las culturas propias de la diversidad de razas y estirpes en que se divide el ser humano, preguntas sin respuesta acucian al hombre: ¿quiénes somos? ¿de donde venimos? ¿porqué estamos aquí? ¿hacia dónde vamos?

La certeza de una muerte inexorable e ineludible ha marcado al hombre siempre, y ha orientado sus pasos en la vida de forma que, en casi todas las culturas, la experiencia vital del hombre ha estado encaminada hacia una posterior vida eterna al lado de los dioses inmortales. De una forma u otra, con los preceptivos matices, ésta ha sido la idea general que ha guiado la existencia de la mayor parte de los hombres durante toda la Historia. Así pues, la muerte ha sido la referencia, el hecho natural en torno al cual el hombre lo ha vertebrado todo, en la tierra, con la esperanza de obtener la recompensa futura en los cielos.

Pero al mismo tiempo, y sobretodo cuando el hombre se encamina hacia la recta final de su vida, surge, indefectiblemente, la sensación, el deseo, el anhelo, de mirar hacia atrás y comprobar la huella que se deja en el mundo. Anida en el espíritu humano el sueño de perdurar en la memoria colectiva después de la muerte. Es algo consustancial e inherente a la condición humana. Desde la vejez, el hombre reflexiona sobre lo que deja, sobre su vida y su obra, sobre lo que hizo y pudo hacer. Alcanzar la posteridad, ser recordado de forma perenne en el imaginario colectivo de su país, o, ambición para los más osados, permanecer indeleblemente en el recuerdo, sobresalir en el caudaloso río de la Historia. Vencer a la muerte. Éste es el sueño de todo ser humano, desde la más humilde condición hasta los más altos y principales hombres de la sociedad.

Ante esta quimera, se planta, cual muralla inaccesible, la ignominia que conlleva pertenecer al común de los mortales. De los millones de habitantes del planeta tierra, sólo unos miles alcanzan una fama más o menos efímera. Y de éstos, tan sólo unos pocos alcanzan la categoría de grandes hombre, la fama universal e imperecedera. En la época actual es mucho más complicado si cabe alcanzar esa gloria eterna, ya que el tiempo de las grandes gestas, de las heroicidades épicas, de las batallas gloriosas y de las conquistas trascendentales ya pasó hace mucho. Durante el transcurso de la Historia, gentes de la más baja condición tuvieron la oportunidad de ganar guerras, liderar ejércitos, conquistar la gloria y la fama asaltando imperios a punta de lanza.
Ahora, el hombre moderno siente la resignación propia de los más humildes que durante todas las épcoas veían que, subyugados ante los privilegiados, la gloria jamás les pertenecería. Pero a diferencia de éstos, el final de la lucha entre clases como motor de la Historia les ha cerrado el paso hacia la fama imperecedera. La certeza de que, cuando la muerte nos alcanze, tan sólo seremos fríos números y nuestra memoria será olvidada en dos o tres generaciones, es inevitable. Nada de nuestra vida, nada de nuestras obras, buenas o malas, nada de lo que somos, hemos sido o seremos, será recordado cuando la última palada de tierra caiga sobre nuestra tumba. Polvo eres, y en polvo te convertirás.

Por este motivo, emperadores, reyes, emires, califas, generales, gobernantes, cardenales, obispos, conquistadores, erigieron monumentos, estatuas y lápidas conmemoratorias de sus victorias y gestas. Pero sólo a unos pocos, hombres irrepetibles y grandiosos, en sus miserias y en sus gestas, les está otorgado el don de la perpetuidad. Hombres que forjaron algo más que imperios o reinos; sentaron las bases de unas culturas, de unos caracteres propios, expandieron unas formas de vida que han perdurado per secula seculorum en la organización y en los sustratos más básicos de las naciones modernas.

Por eso son y serán recordados siempre, y en los libros y en las leyendas que manan del imaginario y la memoria colectiva de la gente, perdurarán. Por los siglos de los siglos.
Pero el resto, los millones de personas anónimas, cifras y números en las estadísticas, mano de obras y carne de consumismo, tenemos el derecho de soñar. Soñar que, en algún lugar perdido del orbe, en algún confuso rincón de la memoria evolutiva de nuestra especie, en una apartada dimensión desconocida de la realidad, quizás en otra época, algo de lo que somos y hemos dejado como testimonio de nuestra presencia fugaz en esta tierra quede impreso, en el fabuloso libro de la vida.

Como escribió Horacio, non omnis moriar. Mi obra me sobrevivirá. No moriré del todo.

viernes, 15 de agosto de 2008

La agonía del héroe


La brisa que refrescaba la calurosa noche estival le alborotaba un tanto la pequeña melena, pero a él eso no le importaba. Es más, su aspecto físico, en aquellos momentos, era la menor de sus preocupaciones. Aquella suave y húmeda brisa que emanaba del Egeo le parecía una caricia que la diosa Atenea le dedicaba para consolarlo de alguna manera en aquel durísimo trance en el que se encontraba. No sólo el, sino el resto de sus conciudadanos atenienses. Pero él, el gran y ambicioso Temístocles, el hijo de Neocles, además de ateniense, era el comandante supremo de la confederación de ciudades de la Hélade. Y sobre sus hombros recaía la pesada carga del liderazgo de sus compatriotas en la lucha feroz, a vida o muerte, contra el invasor medo. Y eso le hacía aún más profunda la herida que la visión que en ese preciso instante contemplaba desde aquel apartado peñasco de la bahía nororiental de Salamina fuese más aguda, más sangrante, más insoportable.

Delante de él, en la otra orilla de aquel angosto paso de mar entre Salamina y el Ática, se abría una visión terrorífica. Con toda claridad y cercanía se podían apreciar incluso los detalles del humillante espectáculo: Atenas, la joven democracia ática, el faro de Grecia, estaba siendo devastada por las hordas del ejército persa. Los soldados del gigantesco y pavoroso ejército del Gran Rey se entregaban al saqueo y la destrucción con avidez y despecho. Rencoroso despecho. Los templos sagrados, la acrópolis, eran expoliados con saña, reducidos a polvo y llamas. Atenas, la gran ciudad que había derrotado gloriosamente al inconmensurable Imperio Persa años atrás en Maratón, estaba siendo borrada de la faz de la tierra, sin misericordia, sin perdón, por la iracunda mano de Jerjes II.

Una terrible angustia oprimía el pecho del gran Temístocles. Ira, vergüenza, cólera, humillación y tristeza se mezclaban en su alma. Aún en la oscuridad se podían vislumbrar, gracias a los tenues halos de luz procedentes de la acrópolis ateniense en llamas, a cientos de compatriotas que, como él, se asomaban entre las rocas de la costa de Salamina para asistir a la bochornosa destrucción de su patria. Y esto lo laceraba aún más, porque él, Temístocles, había obligado a sus conciudadanos a abandonar sus casas, sus campos, sus talleres y sus templos, para ponerlos a salvo en la isla vecina. Él, como autoridad máxima en la ciudad, había asumido en sus hombros la monumental responsabilidad de la salvación de su patria. Ahora, aquellos atenienses que al día siguiente lucharían por su supervivencia en las aguas que servían de espejo de la masacre adyacente, contemplaban cómo sus hogares, las tumbas de sus ancestros, los templos donde rezaban, los teatros en los que se divertían y emocionaban, en definitiva, el lugar donde habían nacido y muerto sus padres y ellos mismos, era asolado por la horda asiática que anhelaba la destrucción completa de la Hélade.

Temístocles pensó para sí que ahora todos eran conscientes de que, por primera vez en su Historia, la patria no era ni la tierra ni las rocas de Atenas, ni sus campos, ni sus puertos, ni sus calles ni sus ágoras. La patria, en aquellos cruciales momentos, residía en las personas, porque, literalmente, en ellos pervivía la llama de una ciudad que estaba siendo aniquilada. Y esto lo llenó de orgullo y de decisión: sus compatriotas, sus amigos, sus familiares, sabían que en el día que se acercaba lucharían a vida o muerte, a una sola carta. La supervivencia o la extinción. Pero, ¿qué sentían allí, aquella noche, aquellos hombres que no sabrían si verían el atardecer del día siguiente? ¿qué sentían al ver su hogar, el sitio donde habían pasado toda su vida, donde habían nacido, donde se habían criado, donde habían sufrido y gozado, donde se habían enamorado, donde habían perdido y donde habían ganado? ¿qué sentían al ver que la tierra donde sus padres dormían el sueño eterno estaba siendo anegada por el odio y la sangre de los monstruosos invasores? Temístocles lloraba, de pena, pero también en su estómago se abría el hormigueo habitual cuando uno se enfrenta de repente al vacío, sin red, y tiene que saltar sobre el abismo sin adivinar dónde está el otro lado.

¿Y si perdían? Temístocles, y con él Atenas entera, se lo habían jugado todo a la batalla naval con las fuerzas de Jerjes, infinitas en número pero que afrontarían la pelea en el estrecho brazo de mar que separaba Salamina del Ática, donde la inferioridad numérica de los griegos era suplida por su pericia y por el arrojo de unos hombres sabedores que luchaban por su vida. Era vencer o era morir. Y todo el peso recaía en él, en un solo hombre, en el más valiente, el más decidido y el más audaz de los atenienses. Pero incluso aquella noche, el hijo de Neocles dudaba, y sufría.

Aunque fuera difícil abstraerse del drama que se representaba ante sus ojos, Temístocles sabía que no sólo la supervivencia de Atenas danzaba sobre el filo de una espada. La imparable marea procedente de Asia que era el Imperio de Jerjes no pararía hasta subyugar a la Hélade entera, y si caía el Ática, con Atenas a la cabeza, el Peloponeso sucumbiría, tarde o temprano. A pesar de la irreductible Esparta y sus míticos guerreros invencibles. Y tras la Hélade, caería Occidente, eso lo tenía muy claro. Sus costumbres, su religión, sus dioses, sus tradiciones, su lengua, su sistema de leyes y vida, y en definitiva, todo lo que significaba ser griego, serían sepultados bajo el polvo del olvido y las cenizas de la derrota. ¿Cómo sería el mundo bajo un Imperio de los medos? ¿Qué sería de Italia, o de la lejana y exótica Iberia? ¿Qué sería de sus hijos? Combatían por la libertad y por lo que eran. Y todo esto angustiaba aún más a Temístocles, quien aquella infausta noche se había permitido a sí mismo abandonar por un momento la máscara de seguridad y osadía que mostraba ante su pueblo y ante los demás líderes helenos, y expresar, aunque fuese íntimamente, sus verdaderos sentimientos.

La espantosa visión de su ciudad en llamas lo hacía temblar de miedo, rencor e ira. Los gritos obscenos de los saqueadores iránicos retumbaban en las seculares piedras de la acrópolis, viejas de siglos. Podía ver, desde su anónima atalaya, los alaridos desesperados de los sacerdotes y guardianes de los tesoros de los templos, que habían preferido morir defendiendo a sus dioses que ponerse a salvo y abandonar sus santuarios. La brisa que lo refrescaba también le traía, como una música infernal, los estallidos de las estatuas de los dioses, de sus dioses, que rodaban, profanadas, por las calles de una Atenas entregada al salvaje pillaje de sus ocupadores persas.

Curiosamente, en esos momentos las retinas de Temístocles se inundaban de lágrimas en las que iban grabadas imágenes y momentos de su infancia: las esquinas en las que había jugado, luchado y gozado con sus amigos de siempre, ahora caían bajo la impune mano del invasor asiático, añorando aquellos ratos en los que los niños atenienses jugaban a su abrigo. Las escalinatas de los templos donde había robado besos y juramentos de amor eterno estaban ahora llenas de la sangre y el barro de los muertos. ¿Dónde estaban los dioses ahora? ¿Dónde estaba Atenea, la diosa madre, la fundadora? ¿Podía asistir impertérrita a la destrucción ignominiosa de su patria? ¿Podía asistir al sufrimiento de sus hijos sin conmocionarse lo más mínimo? El humo de las llamas ascendía hasta el firmamento lamiendo las estrellas tras las que parecían haberse escondido aquella jornada los terribles dioses de los griegos, quienes por vez primera sentían el miedo mortal de sus protegidos, y callaban.

Se oía alguna maldición entre los hombres que miraban todo aquello esparcidos entre los matojos. Pero eran lamentos aislados, fruto de la rabia incontenible. La mayoría lloraba quedamente, y la luz de la luna, fugazmente, alumbraba sus caras surcadas por lágrimas de profundo dolor. Sus mujeres y sus hijos estaban a salvo de momento, pero todo dependía de lo que sucediera mañana en aquella incierta cita sobre los trirremes. Temístocles los miró y, aguijonado por el dolor de sus compatriotas, decidió retirarse a su tienda antes de que sus ayudantes advirtieran su ausencia y se preocuparan. Mañana iba a ser un día sublime.

Se levantó y miró por última vez al frente. La Historia los contemplaría mañana. Y, aunque él sólo lo intuyera, los hijos de los hijos de los hijos de aquellos que mañana iban a luchar, recordarían el nombre del gran Temístocles, el hijo de Neocles, así como el de todos aquellos que lucharon y murieron por la libertad y por su identidad. Y no sólo serían recordados, sino que, aún más, serían admirados por todas las generaciones futuras hasta que la tierra sólo sea polvo en el inabarcable universo.

domingo, 10 de agosto de 2008

Yo mismo

No sé. Me encuentro vacío. Sé que los domingos no son un gran día para reflexionar, directamente los domingos son detestables. Pero, aparte del sopor, y la desgana propia de una buena resaca, hay algo más. Siento que me estoy perdiendo algo, como si yo mismo fuera el último de la fila. Me da la sensación de que la vida pasa y yo estoy ahí parado, en el andén, mirando cómo avanza el tren, sin pararse, sin darme la oportunidad de subirme. O quizá peor, quizá soy yo el que no quiere, o no sabe, subirse. De todo hay.

Cae plomo fundido fuera, y algunos problemas mundanos entretienen mi mente. Pero son cosas superficiales, lo verdaderamente importante lo tengo fjado en mi cabeza como si fuera una marca de fuego. Y realmente no sabría especificarlo, no sabría ponerle un nombre, "me pasa esto", no. Es un algo difuso, y confuso. Es un vacío existencial, es una certeza triste: si yo mañana desapareciera, el mundo seguiría igual. Nadie se enteraría, nadie me reclamaría, nadie lloraría ni nadie me echaría en falta. Pero, ¿por qué? Lo tengo todo para estar plenamente autorrealizado, pero me falta algo. Y desde hace tiempo sé que lo que me falta, ese algo, está dentro de mí pero en algún rincón ignoto de mi mente, de mi alma, al que no consigo acceder.

Esto se está pareciendo cada vez más a un psicoanálisis, y no soy yo un tipo propicio a la autocompasión y el lamento. Sé, que las cosas son como son y ya está. No hay un Dios, no hay fuerzas supraterrenales, no hay magia, no hay nada, simplemente estás tú y el mundo, y apañatelas. Eso lo tengo claro, por eso yo no achaco nada a la mala suerte, a los santos ni al empedrado, aunque a veces tenga la tentación de hacerlo porque el ser humano inventó todo esto para justificar lo que no conocía. Sé que si algo ha de cambiar, tendrá que salir dentro de mí. Y precisamente eso es lo que me asusta, porque me conozco bastante bien, y dudo de mí.

No se puede decir que sea un infeliz o un amargado. Nada más lejos de la realidad. Soy un tipo afortunado, tengo pocos pero buenos amigos, aquí y allí, cerca y lejos. Gente que, en realidad, yo no merezco, pero que las circunstancias han puesto ahí y yo me alegro soberanamente de que sea así. También tengo algunas cuitas sin importancia, porque son asuntos vanales que sólo en días como hoy, domingo de resaca, turban un tanto mi ánimo desgarbado y apático. Estoy contento de ser quien soy, pero vuelvo a lo mismo: me falta algo. Me siento solo muchas veces, aunque esté rodeado de mucha gente. Tengo miedo de que el tiempo pase y pase y un día la vida me encuentre solitario, acartonado y melancólico, lamentando tiempos pasado. ¿Estoy malgastando la vida?

¿Podré alcanzar lo que deseo? A veces me gustaría liberarme de mi piel y volar hacia un cielo donde sólo haya luz, mar y sabiduría. La lucidez trae consigo la amargura, bien que lo sé. Muchas veces pienso que soy demasiado lúcido, demasiado consciente, demasiado reflexivo, y por eso me asalta la soledad y la nostalgia con demasiada frecuencia. Puede ser. Me gustaría ser mediocre y no preocuparme nada más que de mí mismo, de mi barriga y de mi entrepierna. Ojalá. Pero no consigo ser así. Soy esclavo de mis genes, y de mi mente.

Posiblemente todo este tochazo sólo lo comprenda yo, y aún así tengo mis dudas. Posiblemente esto sólo sea producto de un domingo resacoso y triste, de la abulia veraniega y de la inactividad que me corroe. Quizá la rutina me vuelva a traer la paz, y el afecto perdido. Posiblemente yo esté así porque la quiero con toda mi alma y no sé cómo decírselo y sé demasiado bien que ella es una quimera imposible de alcanzar y eso me destroza, porque es perfecta, es mi sueño, es mi alter ego, mi hurí. Si yo fuera musulmán, en el paraíso sólo habría una hurí y sería ella. Sé que estoy haciendo el ridículo de forma catatónica, pero no puedo evitarlo. Esto es algo consustancial a mí. No puedo evitar evocar sus ojos grandes como soles y pensar que porqué no, sabiendo que es que no, como que el mundo es mundo. Las cosas son así, yo llegué tarde, la conocí demasiado tarde y no soy lo suficientemente atractivo en todos los niveles, y punto. No es ningún drama sino la puta realidad. Y aparte de ella, pues está todo lo demás.

Como si fuera la constatación de que todo lo que conozco, el mundo tal y como lo conocí y me lo enseñaron, se está yendo a pique lenta, muy lentamente, pero sin pausa e irremisiblemente. Como si fuera la constatación de que estoy rodeado de mediocridad, que esto es una ciénaga de incultura, ignorancia, simpleza, cursilería y desfachatez, donde hay pocos tulipanes que florezcan entre los cardos. Como si fuera la constatación de que soy el que soy y no tengo remedio, y que nací así y moriré así, y nací solo y moriré solo no porque la suerte sea muy perra sino porque mi carta genética así está diseñada. Como si fuera la constatación de que mi hurí es alguien infinitamente mejor que yo y que jamás lograré ser quien la desvele. Como si fuera la constatación de que, a pesar de todo, voy a seguir remando porque no me queda otra, voy a intentar vivir como un hombre coherente conmigo mismo, y que, cuando esté hasta los cojones, mis únicos consuelos será la pluma, el libro, la botella y, como los espías en tiempos de guerra con la cápsula de cianuro por si los capturaban, un cañón de escopeta lobera, negro como la noche, negro como boca de lobo.

No me echéis mucha cuenta.

jueves, 31 de julio de 2008

Argot, III



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-Pegarla mordida: Pegarle al balón defectuosamente.
-Mandar un balón a las nubes o al tercer anfiteatro: Chutar un penalty o cualquier otro tipo de tiro muy mal.
-Salir y besar el santo: Acabar de salir un jugador al partido desde el banquillo y marcar en el primer balón que toca.
-Mandar a un jugador a la caseta, a la calle o a la ducha: Expulsar un árbitro a un futbolista o cambiar un entrenador a un jugador.
-Luminoso: Marcador de un estadio.
-Electrónico: Marcador eléctrico de un estadio.
-Chupón: Jugador que abusa de la posesión de la pelota y que siempre quiere acabar él solo las jugadas.
-Chupar: Pedir y abusar de la posesión del balón sin pasar a ningún compañero y querer hacerlo todo sólo.
-Chupapostes o chupamates: Jugador que incordia mucho al portero debido a que se queda casi todo el tiempo cerca de la portería.
-Chupar banquillo: Tener siempre a un jugador en el banquillo y no darle minutos normalmente.
-Fútbol-Samba: Forma de jugar al fútbol donde prima la espectacularidad y la belleza, y las jugadas mágicas e imposibles, donde el espectador disfruta del espectáculo. Este tipo de fútbol se asocia a la selección brasileña.
-Fútbol-Champán: Forma de jugar al fútbol donde prima la elegancia, el toque, la clase, el juego rápido y la verticalidad. Esta forma de jugar la puso de moda y la sigue practicando el entrenador Arsene Wenger en el Arsenal inglés. Este equipo, más afrancesado que el resto de los británicos, practica este tipo de fútbol, que ya se ha extendido mucho por las islas británicas, donde equipos como el Manchester United o Chelsea, ya lo practican, abandonando así el típico fútbol inglés, del patadón arriba, aunque éste todavía sigue arraigado.
-Catenaccio: Forma de jugar al fútbol de manera rácana y poco bella o arriesgada, que consiste en marcar un gol rápido y después, cerrarse atrás con una férrea defensa, dejar a un sólo jugador arriba para que se las arregle como pueda, esperando el fallo del contrario.
-Cerocerismo: Partido aburrido y sin ocasiones en el que campea el empate a cero. También es una forma de jugar que busca ganar por la mínima o el empate.
-Campeón de Invierno: Título honorífico que se le da al equipo que al llegar al ecuador del campeonato de liga es el líder del mismo.
-“El Verde”: Nombre que se le da al césped del campo de juego, debido a su color verde.
-Pichichi: Máximo goleador de la liga o de cualquier torneo. Se le llama así en recuerdo de un gran delantero español de los años 20 apodado Pichichi. En Italia, el máximo goleador es llamado Capocannonieri.
-Zamora: Portero menos goleado de la liga. Se le llama así en recuerdo de uno de los mejores porteros de la historia del fútbol, Ricardo Zamora.
-Hooligans: Aficionados ingleses que se distinguen por sus actos violentos cuando viajan fuera de Inglaterra a animar a su selección o a su club.
-Tiffossi: Seguidor italiano de fútbol.
-Fútbol Total: Sistema ultraofensivo de juego inventado por el seleccionador holandés Rinus Michel, y aplicado por la mítica selección holandesa, llamada la “Naranja Mecánica” por su gran juego, liderada por Johan Cruyff, y que llegó a dos finales del Campeonato del Mundo de Selecciones Nacionales de forma consecutiva. Este sistema, considerado el precursor del fútbol moderno, se caracterizaba por su juego netamente ofensivo, rápido, vertical, espectacular y brillante, en el que cada jugador defendía y atacaba a la vez.
-Poner el autobús: Defender un equipo a ultranza, buscando descaradamente el empate o recibir el mínimo de goles posible.
-Corazón del área: Centro del área, lugar donde se sitúa el punto de penalti y zona de máximo riesgo a la hora de defender.
-Colgar balones a la olla: Expresión que se utiliza para designar el ataque desesperado del equipo que va perdiendo, y que en los minutos finales manda a todos los jugadores al área y manda balones aéreos a esa zona para buscar el gol.
-La madera: Nombre común para designar cualquiera de los tres postes de una portería.
-La cepa del poste: Parte inferior de los dos palos verticales de la meta.
-La cruceta: Ángulo que forma la unión del poste vertical con el travesaño horizontal de la portería.
-Escuadra: Zona de la portería que se encuentra en los ángulos superiores de la meta.
-Guerra psicológica: Actitud provocativa del portero en los momentos previos al lanzamiento de un penalti con el fin de infundir nervios y descentrar al lanzador contrario.
-Quitar las telarañas a la escuadra: Expresión utilizada para denominar a aquellos goles que se producen cuando el balón traspasa de forma limpia y contundente la escuadra de la portería sin que el meta pueda hacer nada.



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jueves, 24 de julio de 2008

Argot, II

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-Oxigenar el juego: Abrir el balón desde el centro del campo o desde una banda a la banda contraria cuando el jugador que tiene la posesión de la bola está rodeado de rivales.
-Trallazo, obús, chupinazo: Lanzamiento muy fuerte a portería.
-Centro-chut: Centro al área que se desvía o coge otra trayectoria y se va hacia adentro de la portería.
-Tijereta o remate de tijeras: Remate acrobático, parecido a la chilena, pero que se ejecuta de lado y haciendo un movimiento de piernas parecido al movimiento de las tijeras.
-Golpe franco o libre directo: Lanzamiento de falta que se ejecuta directamente hacia la portería.
-Tarjetero: Árbitro que enseña muchas tarjetas.
-Trencilla, Juez de la contienda, colegiado: Árbitro.
-Juez de línea, linier, línea o asistente: Ayudante del árbitro que se sitúa en la banda y asiste al colegiado en las jugadas que éste no ve, en los fueras de juego y en los penaltis dudosos. Hay dos, uno por cada banda del terreno de juego.
-Cuarto árbitro: Colegiado suplente que compone el equipo arbitral y que se encarga de vigilar el comportamiento de los banquillos, de anunciar los cambios y el tiempo añadido y de suplir al árbitro en caso de lesión.
-Equipo arbitral: Conjunto de personas encargadas de dirigir el encuentro, compuesto por el árbitro principal, los jueces de línea y el cuarto árbitro.
-Delegado de campo: Persona perteneciente al equipo local encargada de mantener el orden en los aledaños del terreno de juego, de vigilar que todo funcione con normalidad y la persona a la que acude el colegiado en caso de detectar algún problema extradeportivo en el estadio que perturbe el desarrollo del partido.
-Acta arbitral: Texto que en el que el árbitro recoge las incidencias que se han producido durante el partido y que es enviado ipso facto a la federación correspondiente.
-Recogepelotas: Personas, en su mayoría chavales, encargadas de recoger los balones que durante el partido salen fuera del campo de juego y suministrarles a los jugadores los balones necesarios para la continuidad del partido. -Falta táctica: Falta que comete un jugador a otro jugador cuando el equipo contrario inicia un ataque o jugada peligrosa, y no hay más remedio que hacer falta para cortar el juego.
-Offside: Voz inglesa que significa fuera de juego.
-Orsay: Castellanización de la voz inglesa " Offside ", y que es sinónimo de fuera de juego.
-Fuera de juego: Situación antirreglamentaria que se produce al adelantarse la defensa en el momento en el que el pasador ejecuta el pase hacia un compañero que en ese instante no tiene a ningún contrario entre él y el portero rival.
-Pasador: Jugador que pasa el balón, especialmente el que es experto en esta lid.
-Contra, Contragolpe o Contraataque: Jugada peligrosa contra otro equipo que se inicia rápidamente después de haber cortado el ataque del contrario y que generalmente se realiza muy rápido, con pocos efectivos y con pases precisos.
-Triangulación: Cuando tres jugadores de un equipo realizan tres pases seguidos formando un triángulo perfecto, con un contrario o más dentro del triángulo.
-Cuero, esférico, bola: Balón, pelota.
-Pase de la muerte: Pase decisivo que deja a un jugador en franca disponibilidad para marcar. -Desmarque: Cuando un jugador se deshace de su marcador y un compañero le ve y le pasa.
-Paradinha o Paradiña: Pequeña parada que hace el lanzador de un penalty en su carrera hacia el balón y que despista o descoloca al portero, con lo que marca con mayor facilidad.
-Gol fantasma: Balón que tras ser disparado por un jugador y es despejado en la misma línea de gol o incluso dentro. Causan polémica y casi siempre el árbitro no da el gol como válido.
-Gol Average: Número de goles marcados y encajados por un equipo respecto a otro y que puede ser decisivo en un final apretado de liga o liguilla.
-Palomita: Parada espectacular de un portero, a veces adornándose en exceso.
-Zamorana: Parada especial de un portero, de extrema dificultad, y que fue inventada por el gran arquero español Ricardo Zamora, de ahí su nombre.
-Salir un balón escopeteado: Salir un balón disparado tras ser golpeado por un jugador.


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